-¿De dónde has
venido? –le preguntó ella–. ¿Eres soldado o músico, o nada más que un pobre
vagabundo?
-Soy lo que tú
quieras –respondió riéndose ligeramente–; te pertenezco por entero. Si te
parece, seré un músico y tú mi dulce laúd, y al poner en tu cuello mis dedos y
tocarte, oiremos cantar a los ángeles.
Delicadamente le
retiró del cuello la blanca piel y lo desvistió. Los amantes se olvidaron de
todo, de los cortesanos y curas que allá afuera conferenciaban, de los criados
que caminaban silenciosos, de la delgada y corva media luna que se sumergía por
entero tras de los árboles. Para ellos florecía el paraíso; mutuamente atraídos
y entrelazados se perdieron en su noche aromada, vieron alborear los blancos
misterios de sus flores, cogieron con manos delicadas y agradecidas sus frutos
anhelados. Jamás había el músico tañido un laúd bajo unos dedos tan seguros y
tan diestros.
-Goldmundo –le susurró
apasionada en el oído–. ¡Ah, mago prodigioso! De ti, mi dulce pez de oro,
quisiera tener un hijo. Y más aún, morir a tu lado. Bébeme, amado, derríteme.
¡Mátame haciéndome el amor, porque así es como quiero morir!
De lo hondo de
la garganta de Goldmundo brotó un rumor de dicha al advertir que la dureza de
los fríos ojos de la mujer se fundía y debilitaba. En lo hondo de sus ojos se
traslucía el estremecimiento, como un leve temblor y morir, declinante como el
reflejo plateado en la piel de un pez moribundo, de oro mate como el centelleo
de aquellos resplandores mágicos en las profundidades del río. Toda la dicha
que el hombre podía gozar parecía haberse condensado en él en aquel momento.
Narciso
y Goldmundo, Hermann Hesse, 1930
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