martes, 22 de octubre de 2013

El Deber

-Permita una última pregunta; usted es fiscal. Nunca he comprendido como un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a otra gente, por lo general, pobres diablos. ¿No es cierto?
-Así es, yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Al igual que la profesión del verdugo es matar a los condenados. Usted se ha encargado de un oficio idéntico. También usted mata.
-Exacto, sólo que nosotros no matamos por obligación sino por gusto, o mejor dicho, por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, el matar nos otorga algo de diversión. ¿Usted nunca ha querido matar?
-Me está usted irritando. Tenga la cortesía de terminar su cometido. Si la noción del deber le es desconocida...
Se quedó en silencio y contrajo los labios, como si fuera a escupir. Pero sólo salió un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.
-Aguarde -dijo amablemente Gustav-. Es cierto que desconozco la noción del deber. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me parecía el deber y lo que me ordenaban las autoridades y los superiores, todo eso no era bueno realmente; hubiera querido siempre hacer lo contrario. Pero aunque no conozca el concepto del deber, conozco el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una madre ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a ser parte de mi Estado, a ser soldado y matar, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento, la culpa de vivir me ha llevado, como antes en la guerra, a tener que matar. Y esta vez no mato con fastidio, me he sometido ante la culpa, nada tengo en contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en trocitos; yo gustoso ayudo y con gusto expiro con él.
El fiscal hizo un gran esfuerzo por sonreír con sus labios llenos de sangre coagulada. No lo logró de forma brillante, pero se notó la buena intención.
-Está bien -dijo-, somos compañeros. Tenga la gentileza de cumplir con su deber, señor colega.

                                                                   El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

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