-Éste es el
precio que debemos pagar por la estabilidad -convino el interventor-. Hay que
elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos
sacrificado el arte y en su lugar hemos puesto estos entretenimientos. Opio
para el pueblo.
-Pero no tienen
ningún mensaje -protestó el salvaje.
-Sí, el mensaje
consiste en emitir una gran cantidad de sensaciones agradables para el público.
-A mi todo esto
me parece horrendo.
El interventor
se echó a reír.
-Claro que lo
es. La felicidad real siempre aparece escuálida en comparación con las
compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es,
ni mucho menos, tan espectacular como la inestabilidad. Estar satisfecho con
todo no posee el encanto que supone mantener una lucha justa contra la
infelicidad. No, la felicidad nunca tiene grandeza.
El salvaje
suspiró profundamente.
-El tipo de
población óptima -continuó el interventor- es lo más parecido a un iceberg:
ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, realizando el trabajo
duro, y una novena parte por encima, beneficiándose de ello.
-¿Y acaso son
felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
-Más felices que
los que se encuentran por encima.
-¿A pesar de su
horrible trabajo?
-No saben nada.
La ignorancia les permite ser felices.
-Arte,
ciencia... Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por su felicidad
-dijo el salvaje-. ¿Algo más, acaso?
-Pues... la
religión, desde luego -contestó el interventor-. Antes había una cosa llamada
Dios. Perdón, se me olvidaba, usted es un salvaje: está perfectamente informado
acerca de Dios.
Buscando en la
penumbra de su estantería, el interventor dijo:
-Es un tema que
siempre me ha interesado mucho. -Sacó de la caja un grueso volumen negro-.
Supongo que usted no ha leído esto.
El salvaje cogió
el libro.
-La Sagrada
Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento -leyó en voz alta-. Pero si usted conoce
a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? -preguntó el salvaje, indignado-.
¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?
-Por la misma
razón por la que no les dejo leer a Shakespeare. El arte y la religión, en
última instancia, son lo mismo: catalizadores de la liberación del alma y la
inestabilidad social. Además, son libros antiguos. Tratan del Dios de antes, no
del Dios de ahora.
-Pero Dios no
cambia.
-Los hombres,
sí.
El salvaje
vaciló un momento.
-Entonces,
¿usted cree que Dios no existe?
-No, yo creo que
probablemente existe un Dios -contestó el interventor-. Pero un dios que se
manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. ¿Por qué no? ¿Acaso no
basta con tener fe? El hombre cree en aquello que decide creer. Antiguamente,
Dios se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente, se
manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.
-Esto es culpa
de ustedes.
-Diga mejor que
es culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la
medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra
civilización ha elegido el maquinismo, la medicina, la felicidad. El hombre
cree en aquello que decide creer.
-El maquinismo y
la medicina no son infalibles, pues se estropean y encuentran obstáculos, en
tanto que son creaciones del hombre, un ser igualmente imperfecto -contestó el
salvaje-. ¿Y si no pudieran asegurar la felicidad?
-Precisamente de
eso estábamos hablando. Entretenimientos. Distracciones. Opio para el pueblo.
Esto son las drogas: el cristianismo, sin lágrimas.
-Pero las
lágrimas son necesarias -repuso el salvaje-. Sólo se valoran las cosas
agradables cuando se conocen las desagradables. Sentir dolor es humano, y es
necesario para llegar a sentir felicidad.
>>Lo que
ustedes necesitan, para variar, son lágrimas. Aquí nada cuesta esfuerzo.
Atreverse a exponernos, mortales e inseguros, al azar, a la muerte y al
peligro, aunque sólo sea por el pan que nos llevamos a la boca. ¿Acaso no es
esto digno? -preguntó el salvaje al interventor-. Dejando a parte a Dios,
aunque desde luego Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su encanto el
hecho de vivir peligrosamente?
-Todo eso son
inconvenientes para la estabilidad social.
-Es que a mí me
gustan los inconvenientes.
-A nosotros no
-dijo el interventor-. Preferimos hacer las cosas con comodidad, sin peligros.
Sin riesgos.
-Pues yo
prefiero vivir. Yo quiero a Dios. ¡Quiero poesía, arte! ¡Peligro real, riesgo!
¡Libertad, pecado!
-En suma -dijo
el interventor-, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
-Soy un hombre
-respondió el salvaje en tono de reto-. Acepto mi naturaleza. Esa es la
condición humana. Eso es vivir. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
-¿Y el derecho a
envejecer, a volverse feo y arrugado, a volverse impotente, a pasar períodos de
hambre, a ensuciarse, a temer? ¿Reclama el derecho a ser un hombre atormentado?
Siguió un largo
silencio.
-Reclamo todos
estos derechos -concluyó el salvaje.
El interventor
se encogió de hombros.
-Están a su
disposición -dijo. Y con un ademán del brazo mostró el mundo incivilizado al
salvaje, ofreciéndole la posibilidad de habitarlo y vivir en él.
El salvaje había
elegido. Era un hombre.
Un
Mundo Feliz, Aldous Huxley, 1932
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