lunes, 17 de septiembre de 2012

La Pasión (I)


-¿De dónde has venido? –le preguntó ella–. ¿Eres soldado o músico, o nada más que un pobre vagabundo?
-Soy lo que tú quieras –respondió riéndose ligeramente–; te pertenezco por entero. Si te parece, seré un músico y tú mi dulce laúd, y al poner en tu cuello mis dedos y tocarte, oiremos cantar a los ángeles.
Delicadamente le retiró del cuello la blanca piel y lo desvistió. Los amantes se olvidaron de todo, de los cortesanos y curas que allá afuera conferenciaban, de los criados que caminaban silenciosos, de la delgada y corva media luna que se sumergía por entero tras de los árboles. Para ellos florecía el paraíso; mutuamente atraídos y entrelazados se perdieron en su noche aromada, vieron alborear los blancos misterios de sus flores, cogieron con manos delicadas y agradecidas sus frutos anhelados. Jamás había el músico tañido un laúd bajo unos dedos tan seguros y tan diestros.
-Goldmundo –le susurró apasionada en el oído–. ¡Ah, mago prodigioso! De ti, mi dulce pez de oro, quisiera tener un hijo. Y más aún, morir a tu lado. Bébeme, amado, derríteme. ¡Mátame haciéndome el amor, porque así es como quiero morir!
De lo hondo de la garganta de Goldmundo brotó un rumor de dicha al advertir que la dureza de los fríos ojos de la mujer se fundía y debilitaba. En lo hondo de sus ojos se traslucía el estremecimiento, como un leve temblor y morir, declinante como el reflejo plateado en la piel de un pez moribundo, de oro mate como el centelleo de aquellos resplandores mágicos en las profundidades del río. Toda la dicha que el hombre podía gozar parecía haberse condensado en él en aquel momento.

                                                             Narciso y Goldmundo, Hermann Hesse, 1930

El Hogar


Por primera vez sentíase Goldmundo, no solamente deseado, sino también amado por una mujer.
Lidia le dijo un día:
-Tú eres muy gallardo y tienes un aire alegre. Pero, en el fondo de tus ojos no hay alegría, sino pura tristeza; como si tus ojos supieran que no existe la dicha y que todo lo bello y amado es efímero. Tienes los más hermosos ojos que puede haber, y también los más tristes. Creo que ello se debe a que eres un hombre sin hogar. Viniste a mi de los bosques y un día volverás a partir, y dormirás de nuevo en el musgo y reanudarás tu vida errante... Pero, ¿dónde está mi hogar? Cuando te vayas, seguiré teniendo un padre y una hermana, un aposento y una ventana donde pueda sentarme a pensar en ti; pero hogar ya no tendré, pues el hogar lo tenemos donde reposa nuestro corazón.

                                                             Narciso y Goldmundo, Hermann Hesse, 1930

martes, 28 de agosto de 2012

El Amor No Correspondido


No podía decir nada, todo era muy difícil, todo estaba lleno de peligros; había que cuidar especialmente las miradas, su mirada, que se posaba en ella, auscultadora y gozadora. Ah, en cada día, en cada hora podía descubrirse el secreto de su amor, y su penosa, angustiosa felicidad tener un término, quizá terrible.
Era ingrato vivir como él vivía: amado pero sin esperanza ni de ser correspondido, ni de una dicha lícita y duradera, ni de las sencillas expansiones a que sus amorosos deseos estaban acostumbrados hasta entonces; con los instintos siempre excitados y hambrientos, nunca saciados, y además en permanente peligro. Y, sin embargo, lo hacía y lo sufría, lo sufría de buen grado y, en el fondo, se sentía feliz sólo por tenerla cerca, por sentir su presencia.
Era necio y arduo, complicado y trabajoso, amar de esa manera, pero era maravilloso. Era maravillosa la tristeza oscuramente bella de aquel amor, su locura y su desesperanza; eran hermosas aquellas noches sin sueño llenas de cavilaciones y de temores del corazón; aquellos llantos en soledad; era hermoso y exquisito todo aquello.
En pocas semanas, aquel gesto de amargura por el amor no correspondido había nacido y se había asentado en su joven rostro; y sentía que él mismo se había convertido en otro individuo, mucho más viejo, no más inteligente, pero sí más experimentado; no más feliz, pero sí de alma más madura y más rica por aquel desamor. Había dejado de ser un muchacho.

                                                             Narciso y Goldmundo, Hermann Hesse, 1930

viernes, 24 de agosto de 2012

La Condición Humana (I)


-Éste es el precio que debemos pagar por la estabilidad -convino el interventor-. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el arte y en su lugar hemos puesto estos entretenimientos. Opio para el pueblo.
-Pero no tienen ningún mensaje -protestó el salvaje.
-Sí, el mensaje consiste en emitir una gran cantidad de sensaciones agradables para el público.
-A mi todo esto me parece horrendo.
 El interventor se echó a reír.
-Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida en comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni mucho menos, tan espectacular como la inestabilidad. Estar satisfecho con todo no posee el encanto que supone mantener una lucha justa contra la infelicidad. No, la felicidad nunca tiene grandeza.
 El salvaje suspiró profundamente.
 -El tipo de población óptima -continuó el interventor- es lo más parecido a un iceberg: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, realizando el trabajo duro, y una novena parte por encima, beneficiándose de ello.
-¿Y acaso son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
-Más felices que los que se encuentran por encima.
-¿A pesar de su horrible trabajo?
-No saben nada. La ignorancia les permite ser felices.
-Arte, ciencia... Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por su felicidad -dijo el salvaje-. ¿Algo más, acaso?
-Pues... la religión, desde luego -contestó el interventor-. Antes había una cosa llamada Dios. Perdón, se me olvidaba, usted es un salvaje: está perfectamente informado acerca de Dios.
 Buscando en la penumbra de su estantería, el interventor dijo:
 -Es un tema que siempre me ha interesado mucho. -Sacó de la caja un grueso volumen negro-. Supongo que usted no ha leído esto.
 El salvaje cogió el libro.
 -La Sagrada Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento -leyó en voz alta-. Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? -preguntó el salvaje, indignado-. ¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?
-Por la misma razón por la que no les dejo leer a Shakespeare. El arte y la religión, en última instancia, son lo mismo: catalizadores de la liberación del alma y la inestabilidad social. Además, son libros antiguos. Tratan del Dios de antes, no del Dios de ahora.
-Pero Dios no cambia.
-Los hombres, sí.
 El salvaje vaciló un momento.
-Entonces, ¿usted cree que Dios no existe?
-No, yo creo que probablemente existe un Dios -contestó el interventor-. Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. ¿Por qué no? ¿Acaso no basta con tener fe? El hombre cree en aquello que decide creer. Antiguamente, Dios se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.
-Esto es culpa de ustedes.
-Diga mejor que es culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina, la felicidad. El hombre cree en aquello que decide creer.
-El maquinismo y la medicina no son infalibles, pues se estropean y encuentran obstáculos, en tanto que son creaciones del hombre, un ser igualmente imperfecto -contestó el salvaje-. ¿Y si no pudieran asegurar la felicidad?
-Precisamente de eso estábamos hablando. Entretenimientos. Distracciones. Opio para el pueblo. Esto son las drogas: el cristianismo, sin lágrimas.
-Pero las lágrimas son necesarias -repuso el salvaje-. Sólo se valoran las cosas agradables cuando se conocen las desagradables. Sentir dolor es humano, y es necesario para llegar a sentir felicidad.
>>Lo que ustedes necesitan, para variar, son lágrimas. Aquí nada cuesta esfuerzo. Atreverse a exponernos, mortales e inseguros, al azar, a la muerte y al peligro, aunque sólo sea por el pan que nos llevamos a la boca. ¿Acaso no es esto digno? -preguntó el salvaje al interventor-. Dejando a parte a Dios, aunque desde luego Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su encanto el hecho de vivir peligrosamente?
-Todo eso son inconvenientes para la estabilidad social.
-Es que a mí me gustan los inconvenientes.
-A nosotros no -dijo el interventor-. Preferimos hacer las cosas con comodidad, sin peligros. Sin riesgos.
-Pues yo prefiero vivir. Yo quiero a Dios. ¡Quiero poesía, arte! ¡Peligro real, riesgo! ¡Libertad, pecado!
-En suma -dijo el interventor-, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
-Soy un hombre -respondió el salvaje en tono de reto-. Acepto mi naturaleza. Esa es la condición humana. Eso es vivir. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
-¿Y el derecho a envejecer, a volverse feo y arrugado, a volverse impotente, a pasar períodos de hambre, a ensuciarse, a temer? ¿Reclama el derecho a ser un hombre atormentado?
Siguió un largo silencio.
-Reclamo todos estos derechos -concluyó el salvaje.
El interventor se encogió de hombros.
-Están a su disposición -dijo. Y con un ademán del brazo mostró el mundo incivilizado al salvaje, ofreciéndole la posibilidad de habitarlo y vivir en él.
El salvaje había elegido. Era un hombre.

                                                                       Un Mundo Feliz, Aldous Huxley, 1932

viernes, 17 de agosto de 2012

La Mujer


Oh, encantadora belleza orgánica
que no se compone de pintura o piedra
sino de materia viva y corruptible.

Mira los hombros, y las caderas
y los senos floridos a ambos lados del pecho,
las costillas alineadas por pareja,
y el ombligo en la blandura del vientre,
y el sexo oscuro entre los muslos.

Déjame sentir la exhalación de tus poros,
y palpar tu vello,
y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos.

                                                La Montaña Mágica, Thomas Mann, 1924