martes, 22 de octubre de 2013

La Condición Humana (II)

-Es cómico -dije- que nos divierta disparar. Y eso que yo era enemigo de la guerra.
Gustav sonreía.
-Sí, es que hay muchísimas personas en el mundo. Antes no se notaba tanto. Pero ahora, que no sólo quieren respirar el aire que les corresponde, sino que incluso quieren tener un automóvil, ahora es cuando los notamos. Claro que lo que hacemos es irracional, es una niñada, así como la guerra era una niñada feroz. Con el correr del tiempo la humanidad deberá aprender alguna vez a reducir su multiplicación por medio de la razón. Por ahora reaccionamos contra el insufrible estado de las cosas de una manera muy irracional, pero en el fondo cumplimos el objetivo: reducimos el número.
-Sí -dije yo-, lo que hacemos tal vez sea una locura y, sin embargo, probablemente sea bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la inteligencia y trate, junto con la razón, de ponerle orden a las cosas, que todavía están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que nazcan esos ideales como el del americano y el del bolchevique, que los dos son totalmente racionales y que, aún así, violentan y despojan a la vida de una forma tan terrible, porque la simplifican de un modo tan infantil. La imagen del hombre, en otro tiempo un elevado ideal, está apunto de transformarse en un cliché. Tal vez nosotros los locos la ennoblezcamos de nuevo.
Gustav respondió riendo:
-Muchacho, hablas de una forma bastante sensata; es un placer y da gusto prestar atención a este pozo de ciencia. Y tal vez hasta tengas un poco de razón. Pero haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me pareces un poco soñador. A cada instante pueden aparecer corriendo un par de cervatillos; a éstos no los podemos matar con filosofía, no hay más enmienda que con balas de cañón.

                                                                   El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

El Deber

-Permita una última pregunta; usted es fiscal. Nunca he comprendido como un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a otra gente, por lo general, pobres diablos. ¿No es cierto?
-Así es, yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Al igual que la profesión del verdugo es matar a los condenados. Usted se ha encargado de un oficio idéntico. También usted mata.
-Exacto, sólo que nosotros no matamos por obligación sino por gusto, o mejor dicho, por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, el matar nos otorga algo de diversión. ¿Usted nunca ha querido matar?
-Me está usted irritando. Tenga la cortesía de terminar su cometido. Si la noción del deber le es desconocida...
Se quedó en silencio y contrajo los labios, como si fuera a escupir. Pero sólo salió un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.
-Aguarde -dijo amablemente Gustav-. Es cierto que desconozco la noción del deber. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me parecía el deber y lo que me ordenaban las autoridades y los superiores, todo eso no era bueno realmente; hubiera querido siempre hacer lo contrario. Pero aunque no conozca el concepto del deber, conozco el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una madre ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a ser parte de mi Estado, a ser soldado y matar, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento, la culpa de vivir me ha llevado, como antes en la guerra, a tener que matar. Y esta vez no mato con fastidio, me he sometido ante la culpa, nada tengo en contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en trocitos; yo gustoso ayudo y con gusto expiro con él.
El fiscal hizo un gran esfuerzo por sonreír con sus labios llenos de sangre coagulada. No lo logró de forma brillante, pero se notó la buena intención.
-Está bien -dijo-, somos compañeros. Tenga la gentileza de cumplir con su deber, señor colega.

                                                                   El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

La Música

-Señor Pablo -le dije; iba jugueteando con un bastoncito negro, delgado y con adornos de plata-. Usted es amigo de Hermine; esa es la razón por la cual yo me intereso en usted. Pero debo decirle que usted no me facilita la charla. Muchas ocasiones he tratado de conversar con usted sobre música; me hubiera gustado escuchar su opinión, sus contradicciones, su juicio; pero usted no ha querido darme ni siquiera la más mínima respuesta.
Me miró riendo, con cordialidad, y esta vez no calló, sino que dijo tranquilamente:
-¿Ve usted? A mi juicio de nada sirve hablar de música. Yo jamás hablo de eso. ¿Qué le hubiera contestado yo a sus palabras tan inteligentes y apropiadas? Usted tenía razón en todo lo que decía... Pero vea, yo soy músico, mas no culto, y no creo que tener razón hablando de música tenga algún valor. En música no se trata de que se tenga gusto y educación y todas esas cosas.
-Entonces, ¿de qué se trata?
-Se trata de hacer música, señor Haller, de hacer tanta música, tan buena y tan intensa como sea posible. Así es, monsieur. Si yo tengo en la cabeza todas las obras de Bach y de Haydn, y sé decir sobre ellas las cosas más juiciosas, con eso no se hace servicio a nadie. Pero si yo cojo mi tuba y toco un shimmy de moda, da igual si es bueno o malo, de seguro pone alegre a la gente, se mete en sus piernas y en su sangre. Sólo se trata de eso. Observe usted en un salón de baile los rostros en el instante en que la música se desata después de un largo descanso. ¡Cómo resplandecen los ojos, las piernas se ponen a temblar, empiezan a reír los rostros! Para esto se toca la música.
-Satisfecho -dije llanamente-. No obstante, no es posible poner al mismo nivel a Mozart y al último fox-trot y no es lo mismo que toque usted a la gente música sublime y eterna, o barata música de hoy.
Cuando Pablo notó la exaltación en mi voz puso de inmediato su rostro más fascinante, me pasó por la mano el brazo, acariciándome, y dio a su voz una dulzura hermosa.
-¡Ah, por supuesto, señor! Yo no tengo nada que decir al respecto de que usted posicione a Mozart, a Haydn, al fox-trot y al one-step en el lugar que guste. A mí me da lo mismo, yo no soy quien he de decidir en esto de los niveles, a mí no me deben preguntar sobre esto. Tal vez a Mozart lo sigan tocando dentro de cien años, y este fox-trot a lo mejor dentro de dos años ya no se toque. Pero nosotros los músicos tenemos que hacer lo nuestro, lo que conforma nuestro deber y nuestra obligación; debemos tocar lo que la gente pide a cada momento, y lo tenemos que tocar tan bien, tan admirable y seductoramente como sea posible.

                                                                  El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

El Hastío

Religión, patria, familia, Estado, ya no tenían valor para mí y ya nada me importaba; la vanidad de la ciencia, de las profesiones y de las artes me ocasionaban náuseas; mis opiniones, mi gusto, toda la manera en que pensaba, con la cual tiempo antes había sabido brillar como un hombre de talento y admirado, ahora se encontraba desvanecida y abandonada, y la gente era sospechosa. A pesar de que en mis dolorosos cambios hubiera obtenido algo invisible e inestimable lo había tenido que pagar caro, y una y otra vez mi vida se había vuelto más rígida, más complicada, más solitaria y peligrosa. ¿Tendría que vivir yo esto de nuevo en la realidad? ¿Todo este sufrimiento, toda esta falsa miseria, todas estas características de la bajeza y minúsculo valor del propio yo, todo este espantoso temor al fracaso, toda esta angustia de muerte? ¿No era más sensato y sencillo evitar la repetición de tantos tormentos, hacerse a un lado? Efectivamente, era más sensato y sencillo. Nadie podía negarme el placer de ahorrarme con ayuda del gas, la navaja de afeitar o la pistola, la repetición de algún asunto cuyo amargo dolor había tenido que agradar tantas veces tan profundamente. Por todos los cielos, no existía poder en el mundo que me pudiera exigir pasar una vez más por las pruebas de un encuentro conmigo.

                                                                  El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

miércoles, 16 de octubre de 2013

La Dignidad

Antes que verme enclaustrado en una fábrica, como en una cárcel, antes que mendigar por aquello a lo que tengo derecho, he preferido sublevarme y combatir metro a metro a mis enemigos, haciendo la guerra a los ricos, atacando a sus bienes. Cierto, puedo concebir que ustedes habrían preferido que yo me sometiera a sus leyes; que, como obrero dócil y acobardado, hubiera creado riquezas a cambio de un salario irrisorio y, cuando mi cuerpo estuviese gastado y mi cerebro embrutecido, me hubiera ido a morir a una esquina de la calle. Entonces no me llamarían "bandido cínico", sino "honrado trabajador". Valiéndose de la adulación, ustedes me habrían otorgado incluso una medalla al trabajo. Los curas prometen un paraíso a sus estafados; ustedes son menos abstractos y por eso ofrecen un trozo de papel mojado. Les agradezco mucho tanta bondad y tanta gratitud, señores. Prefiero ser un cínico consciente de sus derechos que un autómata o una estatua.
Ahora, os dejo sin desesperación, con la sonrisa en los labios y la paz en el corazón. Sois demasiado jóvenes para poder apreciar el placer que proporciona irse de aquí gozando de excelente salud, burlándose de todas las enfermedades que acechan en la vejez. Allá están todas estas asquerosas reunidas, listas para devorarme. Pero voy a defraudarlas. Yo he vivido, y ya puedo morir.

                                                        Por Qué He Robado, Alexander M. Jacob, 1905