miércoles, 7 de octubre de 2015

Pesadillas

-¿Sueñas mucho?
-No. O por lo menos no me acuerdo de los sueños.
-Yo sueño casi todas las noches. Hay también distracción, hay el ensueño. Cuando me dejo llevar de él, veo a veces la sombra de un gato en el suelo: más terrible que cualquier cosa verdadera. Pero no hay nada peor que los sueños.
-¿Que cualquier cosa verdadera?
-No tengo facha de sentir remordimiento. En el crimen, lo difícil no es matar. Es no decaer. Ser más fuerte que… lo que pasa en uno durante ese momento.
¿Amargura? Imposible juzgar por el tono de voz, y Kyo no veía su semblante. En la soledad de la calle, el estruendo ahogado de un auto lejano se perdió con el viento, cuya recaída abandonó entre los olores alcanforados de la noche el perfume de los vegetales.
-Si no hubiese más que eso… No. Es peor. Bestias.
Chen repitió:
-Bestias. Pulpos, sobre todo. Y me acuerdo siempre.
Kyo, a pesar de los grandes espacios de la noche, se sintió junto a él como si se encontrara en una habitación cerrada.
-¿Hace mucho tiempo que dura eso?
-Mucho. Tan lejano está como puede alcanzar mi imaginación. Desde hace algún tiempo es menos frecuente. Y no me acuerdo más que de… esas cosas. Detesto el recordar, en general. Y no recuerdo: mi vida no está en el pasado; está delante de mí.
Silencio.
-Lo único que me da miedo –miedo– es dormirme. Y me duermo todos los días.
Dieron las diez. Alguna gente disputaba, con los breves chillidos chinos, en el fondo de la noche.
-O volverme loco. Esos pulpos, de día y de noche, durante toda una vida… Y no se les mata nunca cuando se está loco, al parecer… Nunca.

                                                            La Condición Humana, André Malraux, 1933

lunes, 5 de octubre de 2015

La Pasión (II)

En realidad, ¡somos tan parecidos todos los animales! ¿Quién no ha vivido alguna vez ese mismo frenesí alegre y turbulento de las mantas gigantes? El amor pasional nos vuelve locos, nos hace saltar por los aires y desde luego nos empuja a comportarnos muy por encima de nosotros mismos, de nuestras posibilidades, de lo que en realidad somos. Salimos disparados de nuestra rutinaria vida submarina y de repente nos llegamos a creer bichos con alas.

Dura poco. Sí, ese periodo de feliz enajenación, de ímpetu febril y brioso entusiasmo, suele durar poco (y menos mal: es un estado anímico extremo imposible de soportar durante mucho tiempo). Y luego las cosas se calman, o cambian, o se pierden, o se rompen. Luego vuelves a ser mortal, y te sumerges en tu vida, y sientes de nuevo sobre ti el peso abrumador del mar del tiempo. Todo ese paroxismo puede no haber servido para nada; o quizá sí, quizá para una cópula de 90 segundos, quizá para que se forme un embrión, quizá para que el maldito huevo pueda crear otro huevo. Sí, de acuerdo; tal vez sólo seamos un mero instrumento para la ciega y tenaz perpetuación de la especie. Pero ¿saben qué? Mientras tanto, volamos. Y eso no nos lo puede quitar nadie.




                                        El Vuelo de Amor de la Mantarraya, Rosa Montero, 2015

jueves, 15 de enero de 2015

Madrid

Esta ciudad desierta te hace sentir tanto frío
hay tanta gente, pero ningún alma
y te está llevando tanto tiempo descubrir en qué te equivocaste
cuando pensaste que tenías todo.

Solías pensar que era tan fácil,
solías decir que era tan fácil,
pero lo estás intentando, lo estás intentando ahora.

Un año más y serás feliz,
solo un año más y serás feliz,
pero estás llorando, estás llorando ahora.

                                                                          Baker Street, Gerry Rafferty, 1978

martes, 22 de octubre de 2013

La Condición Humana (II)

-Es cómico -dije- que nos divierta disparar. Y eso que yo era enemigo de la guerra.
Gustav sonreía.
-Sí, es que hay muchísimas personas en el mundo. Antes no se notaba tanto. Pero ahora, que no sólo quieren respirar el aire que les corresponde, sino que incluso quieren tener un automóvil, ahora es cuando los notamos. Claro que lo que hacemos es irracional, es una niñada, así como la guerra era una niñada feroz. Con el correr del tiempo la humanidad deberá aprender alguna vez a reducir su multiplicación por medio de la razón. Por ahora reaccionamos contra el insufrible estado de las cosas de una manera muy irracional, pero en el fondo cumplimos el objetivo: reducimos el número.
-Sí -dije yo-, lo que hacemos tal vez sea una locura y, sin embargo, probablemente sea bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la inteligencia y trate, junto con la razón, de ponerle orden a las cosas, que todavía están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que nazcan esos ideales como el del americano y el del bolchevique, que los dos son totalmente racionales y que, aún así, violentan y despojan a la vida de una forma tan terrible, porque la simplifican de un modo tan infantil. La imagen del hombre, en otro tiempo un elevado ideal, está apunto de transformarse en un cliché. Tal vez nosotros los locos la ennoblezcamos de nuevo.
Gustav respondió riendo:
-Muchacho, hablas de una forma bastante sensata; es un placer y da gusto prestar atención a este pozo de ciencia. Y tal vez hasta tengas un poco de razón. Pero haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me pareces un poco soñador. A cada instante pueden aparecer corriendo un par de cervatillos; a éstos no los podemos matar con filosofía, no hay más enmienda que con balas de cañón.

                                                                   El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

El Deber

-Permita una última pregunta; usted es fiscal. Nunca he comprendido como un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a otra gente, por lo general, pobres diablos. ¿No es cierto?
-Así es, yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Al igual que la profesión del verdugo es matar a los condenados. Usted se ha encargado de un oficio idéntico. También usted mata.
-Exacto, sólo que nosotros no matamos por obligación sino por gusto, o mejor dicho, por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, el matar nos otorga algo de diversión. ¿Usted nunca ha querido matar?
-Me está usted irritando. Tenga la cortesía de terminar su cometido. Si la noción del deber le es desconocida...
Se quedó en silencio y contrajo los labios, como si fuera a escupir. Pero sólo salió un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.
-Aguarde -dijo amablemente Gustav-. Es cierto que desconozco la noción del deber. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me parecía el deber y lo que me ordenaban las autoridades y los superiores, todo eso no era bueno realmente; hubiera querido siempre hacer lo contrario. Pero aunque no conozca el concepto del deber, conozco el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una madre ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a ser parte de mi Estado, a ser soldado y matar, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento, la culpa de vivir me ha llevado, como antes en la guerra, a tener que matar. Y esta vez no mato con fastidio, me he sometido ante la culpa, nada tengo en contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en trocitos; yo gustoso ayudo y con gusto expiro con él.
El fiscal hizo un gran esfuerzo por sonreír con sus labios llenos de sangre coagulada. No lo logró de forma brillante, pero se notó la buena intención.
-Está bien -dijo-, somos compañeros. Tenga la gentileza de cumplir con su deber, señor colega.

                                                                   El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

La Música

-Señor Pablo -le dije; iba jugueteando con un bastoncito negro, delgado y con adornos de plata-. Usted es amigo de Hermine; esa es la razón por la cual yo me intereso en usted. Pero debo decirle que usted no me facilita la charla. Muchas ocasiones he tratado de conversar con usted sobre música; me hubiera gustado escuchar su opinión, sus contradicciones, su juicio; pero usted no ha querido darme ni siquiera la más mínima respuesta.
Me miró riendo, con cordialidad, y esta vez no calló, sino que dijo tranquilamente:
-¿Ve usted? A mi juicio de nada sirve hablar de música. Yo jamás hablo de eso. ¿Qué le hubiera contestado yo a sus palabras tan inteligentes y apropiadas? Usted tenía razón en todo lo que decía... Pero vea, yo soy músico, mas no culto, y no creo que tener razón hablando de música tenga algún valor. En música no se trata de que se tenga gusto y educación y todas esas cosas.
-Entonces, ¿de qué se trata?
-Se trata de hacer música, señor Haller, de hacer tanta música, tan buena y tan intensa como sea posible. Así es, monsieur. Si yo tengo en la cabeza todas las obras de Bach y de Haydn, y sé decir sobre ellas las cosas más juiciosas, con eso no se hace servicio a nadie. Pero si yo cojo mi tuba y toco un shimmy de moda, da igual si es bueno o malo, de seguro pone alegre a la gente, se mete en sus piernas y en su sangre. Sólo se trata de eso. Observe usted en un salón de baile los rostros en el instante en que la música se desata después de un largo descanso. ¡Cómo resplandecen los ojos, las piernas se ponen a temblar, empiezan a reír los rostros! Para esto se toca la música.
-Satisfecho -dije llanamente-. No obstante, no es posible poner al mismo nivel a Mozart y al último fox-trot y no es lo mismo que toque usted a la gente música sublime y eterna, o barata música de hoy.
Cuando Pablo notó la exaltación en mi voz puso de inmediato su rostro más fascinante, me pasó por la mano el brazo, acariciándome, y dio a su voz una dulzura hermosa.
-¡Ah, por supuesto, señor! Yo no tengo nada que decir al respecto de que usted posicione a Mozart, a Haydn, al fox-trot y al one-step en el lugar que guste. A mí me da lo mismo, yo no soy quien he de decidir en esto de los niveles, a mí no me deben preguntar sobre esto. Tal vez a Mozart lo sigan tocando dentro de cien años, y este fox-trot a lo mejor dentro de dos años ya no se toque. Pero nosotros los músicos tenemos que hacer lo nuestro, lo que conforma nuestro deber y nuestra obligación; debemos tocar lo que la gente pide a cada momento, y lo tenemos que tocar tan bien, tan admirable y seductoramente como sea posible.

                                                                  El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927

El Hastío

Religión, patria, familia, Estado, ya no tenían valor para mí y ya nada me importaba; la vanidad de la ciencia, de las profesiones y de las artes me ocasionaban náuseas; mis opiniones, mi gusto, toda la manera en que pensaba, con la cual tiempo antes había sabido brillar como un hombre de talento y admirado, ahora se encontraba desvanecida y abandonada, y la gente era sospechosa. A pesar de que en mis dolorosos cambios hubiera obtenido algo invisible e inestimable lo había tenido que pagar caro, y una y otra vez mi vida se había vuelto más rígida, más complicada, más solitaria y peligrosa. ¿Tendría que vivir yo esto de nuevo en la realidad? ¿Todo este sufrimiento, toda esta falsa miseria, todas estas características de la bajeza y minúsculo valor del propio yo, todo este espantoso temor al fracaso, toda esta angustia de muerte? ¿No era más sensato y sencillo evitar la repetición de tantos tormentos, hacerse a un lado? Efectivamente, era más sensato y sencillo. Nadie podía negarme el placer de ahorrarme con ayuda del gas, la navaja de afeitar o la pistola, la repetición de algún asunto cuyo amargo dolor había tenido que agradar tantas veces tan profundamente. Por todos los cielos, no existía poder en el mundo que me pudiera exigir pasar una vez más por las pruebas de un encuentro conmigo.

                                                                  El Lobo Estepario, Hermann Hesse, 1927